Yo había ido al cine “Luz y Sombras”, en la avenida Vélez Sardfield, a ver Godart, con una noviecita, y ni ella ni yo habíamos entendido nada. Al darme vuelta, aburrido, vi que Cortázar estaba sentado justo atrás de mí. Hablamos, pero poco...la verdad es que me intimidaban sus ojos bovinos, tan separados, su mirada de niño cruel, sus facciones de muñeco.
Nos volvimos a encontrar en el bar “La Paz”, en 1978, mientras yo lo esperaba al negro Dardo, y él garabateaba unos dibujos extraños en la servilleta, en forma de una rayuela. Hablamos unos diez minutos, y nos dimos cuenta que teníamos un par de amigos argentinos en común que vivían en São Paulo. Era un hombre de unos 65 años, cuando yo apenas había llegado a los 27. No tenía diploma universitario, pero a mí me parecía que lo sabía todo, un poco como el viejo Ismael Viñas, al que nada de lo humano le era ajeno; y hasta usaba unos anteojos de vidrio sin necesitar lentes, para parecer más el intelectual todavía, supongo. Más tarde, Aurora Bernárdez, su mujer, me contó que lo obligó a dejar de usarlos; no los necesitaba.