Toreo al alimón
Hablando hoy sobre los viejos empresarios del mundo editorial y periodístico
en el antiguo Buenos Aires, me acordé de Botana. Y por esas relaciones del pensamiento,
en que un recuerdo lleva al otro, recordé una anécdota de las tantas del chileno
Neruda.
Natalio Botana era nacionalizado argentino, y un “self-made” periodista,
que en 1913 fundó, cuando solo tenía 25 años, un mito de proporciones insólitas,
al menos para la época: el diario Crítica, que llegó a vender más de
trescientos mil ejemplares por día.
Se acordaba Pablo Neruda en sus memorias -“Confieso que he vivido”-
de uno de sus muchos encuentros amorosos; uno que ocurrió en Buenos Aires, en
la fastuosa casa de Natalio Botana. Acompañaba a Neruda el poeta español Federico
García Lorca. La mujer era “alta, rubia y vaporosa, que dirigió sus ojos más a
mí que a Federico durante la comida”.
Y vuelve Neruda a hablar del anfitrión de la noche del encuentro
amoroso: Botana, que era rico, como puede serlo un rico argentino, dice Pablo en
sus memorias. Botana brillaba por ser un pionero en todos los géneros, fue el
primero en incorporar a la diagramación del diario grandes fotos y dibujos; fue
el primero también en ponerles un epígrafe; y también el primero en incluir en el
periódico un suplemento deportivo, crear secciones especializadas, imprimir a
todo color, agregarle una revista a la edición, mandar periodistas al interior del
país o hasta el exterior en giras, denunciar los hechos de corrupción y anunciar
las noticias disparando una sirena desde la azotea del edificio que construyó a
la medida exacta de sus mega-sueños en plena Avenida de Mayo.
Allí, en su edificio de siete pisos, Botana tenía su propia
rotativa, un gimnasio, un bar y hasta la peluquería de uso exclusivo de su
personal.
Botana creó el primer proyecto multimedios de toda América Latina,
juntando en una sola empresa todos los recursos tecnológicos de aquel momento: la
prensa, radio, el noticioso cinematográfico y una productora de cine. Una
audacia empresarial que empequeñece los modernos emprendimientos de hoy, ya que
tenía una incomparable ventaja: toda la empresa dependía de un único dueño.
“Se trataba de un hombre rebelde y autodidacta que había hecho una
fortuna fabulosa com un periódico sensacionalista”, escribe Pablo Neruda en su autobiografía.
“Su casa, rodeada por un inmenso parque, era la encarnación de los sueños de un
vibrante nuevo rico. Centenares de jaulas de faisanes de todos los colores y de
todos los países orillaban el camino. La biblioteca estaba cubierta sólo de
libros antiquísimos que compraba por cable en las subastas de bibliógrafos
europeos, y además era extensa y estaba repleta. Pero lo más espectacular era
que el piso de esta enorme sala de lectura se revestía totalmente con pieles de
pantera cosidas unas a otras hasta formar un solo y gigantesco tapiz. Supe que
el hombre tenía agentes en Africa, en Asia y en el Amazonas, destinados
exclusivamente a recolectar pellejos de leopardos, ozelotes, gatos fenomenales,
cuyos lunares estaban ahora brillando bajo mis pies en la fastuosa biblioteca.
Así eran las cosas en la casa del famoso Natalio Botana, capitalista poderoso,
dominador de la opinión pública en Buenos Aires”, sigue contando el poeta
chileno, y ya entra en el tema de su nueva conquista: “Federico y yo nos
sentamos a la mesa cerca del dueño de casa y frente a una poetisa alta, rubia y
vaporosa, que dirigió sus ojos verdes más a mí que a Federico durante la comida”.
Natalio Botana, como bien lo describe Neruda, era en aquellos años el amo y
señor de la opinión pública argentina, algo que se repetiría en el futuro con otros
nombres y otros intereses, seguramente menos folclóricos que los del anfitrión
de los poetas en aquella noche de anécdotas.
Estaban entonces Pablo Neruda y su recién conquistada rubia, junto
con el andaluz Federico García Lorca en el palacio particular de Botana. Luego
de comer, sigilosamente, subieron los tres a la torre de la mansión. En lo alto
del mirador, el chileno tomó románticamente a la poetisa entre sus brazos y empezó,
sin demasiada ceremonia, a sacarle el vestido, ante la mirada curiosa,
infantilmente divertida, de Federico G. Lorca.
Pablo Neruda lo mandó a Federico a que se pusiera de guardia en la
escalera, y que le avisara, si acaso alguien subiera.
“—¡Largo de aquí! ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la
escalera! —le grite” cuenta Neruda.
Y Federico corrió entusiasta a cumplir con la orden del don juan chileno,
pero con tal apresuramiento que no pudo evitar caerse, rodando escaleras abajo.
Neruda y su amiga debieron interrumpir los arrobos apasionados para ayudarlo al
torpe de Federico, que se había lastimado una pierna y andaría rengueando
durante unos buenos quince días.
Pero esta no fue la única chiquilinada perpetrada por los dos
poetas: es que en 1933, Pablo Neruda había sido enviado al consulado de Chile
en Buenos Aires, y allí empieza a conocer la fama internacional de su poesía. Y
también conocerá a algunos destacados escritores argentinos. Pero el encuentro que
fue más importante para el chileno, como cuenta Rodríguez Monegal en su “Neruda:
El viajero inmóvil”, ocurre un día de octubre de ese año, cuando le presentan a
Federico García Lorca, de paso por el Río de la Plata para el estreno de su “Bodas
de sangre” por Lola Membrives.
La alegria natural de García Lorca, y el espíritu juguetón de
Neruda convergieron entonces para dar un brillo de oro a la poesía hispánica del
triste siglo XX, porque la personalidad avasalladora de Federico, que era seis
años mayor que Neruda, y ya famosísimo, y la calidad recién alumbrada de Neruda
se reconocen a primera vista, y se funden en una amistad que crea un puente
perdurable entre las dos orillas de la nueva poesía en lengua española.
Para aprovechar mejor el encuentro , el PEN Club argentino
organiza un homenaje a los dos poetas y ambos agradecen con un discurso en
colaboración, llamado “al alimón”, sobre Rubén Darío, considerado el padre
americano de la lírica hispánica del siglo.
Más tarde, Neruda recordaría con gracia la confusión de los
asistentes al banquete al ver que, cada uno en una punta de la mesa, se
levantaban García Lorca y Neruda, recitando alternadamente, lo que llevaba a
los amigos a llamarlos para que pararan de discursar, pensando que uno estaba
interrumpiendo el habla del otro, cuando en realidad se trataba de una travesura
literaria más del brillante par de amigos:
(por Javier Villanueva, São Paulo, marzo de 2013)
Discurso al alimón para Rubén Darío por Federico García Lorca y Pablo Neruda
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