martes, 27 de noviembre de 2012

Águila Saint y el tonto memorioso.



Águila-Saint y el tonto memorioso

La historia es una forma de extender la memoria de las personas, un recuerdo atrás del otro; es como poner una época siguiendo a la otra, hasta que la fragilidad de cada ser humano se convierte en una ilusión de eternidad.
Son los dos tipos de tiempo que se imaginaban los griegos: uno actual y mortal, finito, el de las oportunidades, y el otro, el kronos del universo, del orden mayor que parece –y sólo parece- infinito. La memoria acerca y superpone un tiempo al otro.
Por eso la historia y las matemáticas -y sus números- se entrecruzan permanentemente.
Si pienso en la 2ª guerra mundial del siglo XX, me parece un acontecimiento muy lejano. 
Pero si hago las cuentas y me acuerdo que el tío Luis nació en 1935, un año antes de la sublevación de Franco contra la república española -y que doña Tina tenía sólo siete años cuando la guerra civil terminó en España y empezó la gran contienda en toda Europa-, entonces la perspectiva cambia.
Mi viejo tenía 19 años al final de la 2ª guerra, mi mamá 13 y el tío Luis 10. Un chico y dos adolescentes.
Vos naciste un año después del Centenario del Libertador San Martín, que fue cuando me casé, 1950. Y cuando tenías un año se murieron Evita y tu tío Rodolfo, en 1952. Y no me digas que te acordás de Rodolfito - dice mamá.
Sí, me acuerdo que llegamos a Catamarca desde Buenos Aires, y nos bajamos en las Chacras. Debe haber sido que fuimos en ómnibus -el Siete- porque el tío Rodolfo me levantó ahí nomás, con los brazos en alto, y yo veía la cerca en la que después salíamos a buscar huevos de gallo -las frutitas blancas y agridulces, ¿te acordás?- y la tipa enorme quedaba a la izquierda del portón, y nosotros seguíamos parados, llenos de valijas y de bolsas, más a la derecha de la entrada todavía, en la tierra blanca y arenosa - le digo y ella me contesta que no, que debo estar juntando cosas que me contaron después; y yo que no, que me acuerdo clarito.
Y también cuando se murió Evita; el Negro Tolosa, primo de papá, que andaba en la plaza San Martín poniéndoles brazaletes de luto a los que pasaban. Y los ómnibus que iban a las Chacras: "Perón cumple, Evita dignifica"; sí, me acuerdo de todo - le insistía y la contrariaba a mi mamá.
No, mentiras tuyas, no creo que te acordés- me decía ella y mi papá reforzaba la idea que sólo podía estar recordándome de las cosas que me habían contado.
- ¿Y cuando fue el golpe del 55? ¿te acordás papá? Uds. bajaron los colchones al sótano, y con Graciela jugábamos y corríamos en medio de los chocolatines, ¿te acordás Gra? - les retrucaba yo, nieto de vascos.
Ser el Tonto Memorioso de una familia tiene un precio: hay que recordar muy bien los detalles.
Pero volviendo a lo de kronos, el tiempo inmortal e infinito, y su relación con el otro, el del momento oportuno y preciso: cuando fue el golpe contra Perón, en el 55, yo tenía 4 años, papá 29, mamá 23 y Graciela era una chiquita de 2 años.
Águila-Saint, hasta entonces, era una alegría con forma de chocolatín.
Un recuerdo con la forma de muchísimas cajas llenas de deliciosos  chocolatines blancos; y también un sabor a cacau marrón  muy oscuro y olor a café: ¿café "café"? ¡Café Águila!
Y la ventanita del sótano, casi al ras de la vereda, con rejas y un alambre tejido; y desde allí -seguros, bien escondidos- Graciela y yo viendo llegar los tanques de los milicos, apuntando a la fachada de la CGT, que quedaba en la esquina, en frente a mi casa. Casa que también era donde estaban las oficinas y el sótano de Águila-Saint, la mejor fabricante y distribuidora de café y chocolate del país y del Uruguay, la vecina orilla, que en esa época era el paraiso de la importación informal, la Suiza de América. 
Mientras, Punta del Este se llenaba de argentinos, y sus bancos con cuentas anónimas con los millones de pesos que huían del "aluvión zoológico"; y pululaban felices aristócratas porteños, con sus apellidos sicilianos, calabreses y napolitanos, olvidados ya que sus padres y abuelos  habían transpirado feo, luchando para arrancarles papas y tomates a las piedras secas de sus aldeas remotas, tristes y miserables.
Y nosotros en Catamarca, desde el sótano, a través de la ventana, que era bajita en la vereda, pero alta en nuestro refugio, pensábamos en el tío Pibe, que debía haber salido ya de la CGT, cuando se convenció que el gobierno peronista no les daría las armas que esperaban para defender al pueblo, y los milicos ya dominaban otra vez, imponiendo el terror a la escena nacional.
Pero no todo fue tristezas y botas en aquéllos dias. La camionetita del Águila nos llevaba los domingos a las Chacras, y Eufemia y Victoriano nos esperaban en el portón, al lado de la tipa.
Y nosotros los chicos, amontonados atrás, en el piso de la camionetita, sin asientos ni cinturones de seguridad –que a nadie se le había ocurrido inventar todavía- saltábamos como cabritos a cada pozo del camino de tierra, y Javier gritaba “agarrensé muchos chicos”, que tampoco la Real Academia Española había llegado todavía a enseñarle a los catamarqueños que lo pulido y con brillo es "agárrense".
Pero enseguida, otra vez, de la mano de Águila-Saint, así como habíamos llegado de la Capital Federal a Catamarca, volvimos a Buenos Aires.
Esta vez estábamos lejos del Hospital Fernández dónde nací y de la casona de alquiler de cuartos, que tenía un enorme patio central, en la calle Aráos en 1951. 
Casa de inmigrantes hasta los años de 1940, y de "cabecitas negras" del aluvión zoológico que llegaba desde el norte del país, asustándolos a los hijos y nietos rubios y rosaditos de los italianos y gallegos que, pocos años antes habían bajado de sus barcos, hartos de comer papas y cebollas, a veces con cáscara y todo. ¡Tanto era el hambre en la Europa de la 2º guerra y en la España del generalísimo Franco! Pero los italianos ya no se acordaban de Musolini y los españoles se habían olvidado de los dos barcos cargados de trigo, papas y maíz que Evita le había llevado al tirano Franco para que alimentase a su pueblo.

No, esta vez estábamos lejos de los conventillos del centro, en el Águila-Saint de la ciudad de San Martín, Gran Buenos Aires, separados por la avenida General Paz y a muchos kilómetros del Obelisco y del barrio sur de Barracas, donde quedaba la mítica fábrica de cafés y chocolates.
Ese año conocimos los helados Laponia, y Graciela, que tenía 4 años, conoció a Raquelita en la ciudad de San Martín. No fue una presentación formal. 
No. Estábamos jugando con un aparatito del Flit en el patio de Águila, que era el de nuestra casa también, y yo la había mandado a Gra a buscarme una maderita “redondita” –que no las había- en el depósito, nuestra disneylandia de cartones, cajas, clavos y cajones de maderas. Fue cuando bajó, atada a una cuerda, una canasta con un pedazo de torta y un cartelito a mano: “subite”. Claro que doña Tina no la dejó a Graciela, la más audaz de nosotros dos, que emprendiera su paseo en el ascensor de Raquel, que vivía en el piso de arriba de nuestra casa. 
Pero fue así que empezó la amistad, mi hermana se olvidó del acento catamarqueño y me convenció a tratar a nuestros padres de "vos”, a tutearlos y parar con el “ustedes”, tan fuera de moda en el  Buenos Aires de 1956. Y nos viciamos con los helados Laponia.
Y así también mi hermana menor, Raquel, se ganó un nombre que sólo se haría efectivo 13 años después, ya en Córdoba, y después de que hubiéramos pasado por el Águila-Saint de Mar del Plata, trayéndonos un hermanito, Alfredo, de tres años, que no debe haber entendido nada cuando, en la estación de trenes del barrio General Paz, en vez de pedirnos un táxi, llamamos un sulky a caballo.
A los empleados del Águila de Córdoba les debe haber resultado muy exótica la llegada de la familia del nuevo gerente, en sulky y tapados de valijas de cartón, como era de rigor en los años sesenta.
Confieso que la idea del sulky fue mía. En esa época yo era un fanático del Lejano Oeste norteamericano, y si bien nunca salí por los caminos polvorientos de las Chacras de cartuchera y pistolas a enfrentar a las vacas como mi primo Esteban, no pude resistir a la idea de subirme a un sulky tirado por dos caballos, tan parecido a las diligencias de mis fantasías. 
A Alfredo y a Graciela, por lo menos, me consta que les gustó nuestra llega triunfal.  
Mi mamá y papá parecían un tanto avergonzados. Pero bueno, eran cosas de chicos, ¿no?
¿Me siguen? lo que quiero decir con todo esto es que, con un recuerdo atrás del otro, hacemos nuestra memoria, la de la familia y los amigos. Con una memoria después de la otra, formamos la historia de una nación, un pueblo, y una época.

Noto que se me salteó un detalle: cuando llegamos a San Martín -casi escapándonos del golpe gorila que había apuntado los cañones de sus tanques a la CGT, nuestra vecina en Catamarca- yo tenía que ir a la escuela como todo chico de 5 años.
Primer grado superior, yo el primero de la fila, entro al aula y en el pupitre veo una hoja para llenar con mis datos. Era para la carátula del cuaderno, forrado con papel araña azul, lógico. 
En la ficha: apellido, nombre, dirección...y partido. Los tres primeros eran fáciles, pero el último, ay, ay, ay: me descubrieron, pensé.
Y como mi papá era peronista, no tuve la menor duda y anoté bien claro y con letras de imprenta: partido justicialista. Es que, en Catamarca, los municipios se llaman "departamentos". Y yo era un "cabecita negra" recién llegado, que todavía no sabía que en la provincia de Buenos Aires, las municipalidades son "partidos". 
Bueno, la maestra debe haber sido una enemiga oculta de los gorilas en el poder y no me entregó a los fusiladores.
Y de Buenos Aires a Catamarca, y de allí a San Martín, Mar del Plata y Córdoba, Águila-Saint fue enredándose en nuestras vidas, dándole un nombre a mi hermana Raquel, y un padrino y también un nombre a mi hermano marplatense, en honor a don Alfredo Bonicelli.
Y cuando el sulky nos largó en la calle Ovidio Lagos, nadie y mucho menos yo, sabía que pocos años faltaban para entrar en la facultad de arquitectura y en el inglés de la escuela de lenguas. Y que en una ganaría una conciencia y un destino, y en la otra el gusto por los idiomas, y que todo eso me llevaría en menos de otros 15 años al exilio y a ser un inmigrante en una nueva patria y con una nueva familia.
¿Me siguen, no? ¿Concuerdan con que los recuerdos son una forma de extender las memorias de las personas, hasta que la fragilidad de lo humano se convierte en una dulce ilusión de eternidad?
¿O me estaré volviendo viejo y no me doy cuenta?

Javier Villanueva, São Paulo, 30 de marzo de 2012. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Escribe aquí tu conmentario